30 de diciembre de 2008

Brossa nos acompaña

Esta mañana, antes de redactar y publicar esta entrada en recuerdo de Joan Brossa, que se sumará a las muchas que en decenas de blogs le rendirán homenaje hoy, cuando se cumplen diez años de su muerte, he hecho un gesto que vengo repitiendo desde hace años a la hora del desayuno. He tenido que desplazar un pequeño objeto colocado sobre la mesa donde hacemos las comidas.

Es un gesto elemental, rutinario, que hago al menos dos veces al día, en el desayuno y en el almuerzo. Para colocar los platos y los cubiertos debo apartar ligeramente un delicado objeto verde a fin de que no estorbe nuestros movimientos. Es ligero, grato al tacto, discreto.

La escultura-poema, pues eso es en realidad, tiene nombre, Ou amb dos rovells (Huevo con dos yemas) y su autor es Joan Brossa. Como todas sus obras, es una muestra de ironía, sutileza e inteligencia. ¿De qué naturaleza son las yemas encerradas en el huevo? Ese huevo, como si fuese el principio del que nace la vida, contiene... dos libros. La primera yema es un libro de poemas, que Brossa tilda de ' conversables'; la segunda yema es un libro de poemas objeto.

Así pues, las palabras y las imágenes sediciosas de Brossa escoltan nuestras conversaciones cotidianas, pues además del huevo hay una serigrafía suya colgada en una pared del mismo comedor. Me gustaría poder decir, sin engreimiento, con la misma sencillez con que puedo describir las sillas o las cerraduras, que Brossa es parte de nuestra casa. Es el mejor homenaje que uno puede tributarle en un día como hoy.

A los ojos de Brossa, el reverso del mundo siempre es más interesante. Cuando se leen/observan sus obras literarias o artísticas (¿es posible tal distinción en el caso de Brossa?) resulta imposible escapar a la impresión de que, hasta que él nos lo hizo notar, desconocíamos los rostros invisibles de la realidad. Su mirada nos hace menos confiados, más audaces. En sus manos, el lenguaje muestra su lado más festivo, pero también más turbador. Las palabras, la gran obsesión de Brossa, alteran lo evidente y crean lo presentido. Sus imágenes restan solemnidad a la vida cotidiana, la hacen más poética, más alada, más subversiva.

Sus libros de poesía, tan iconoclasta y fértil, alegran las estanterías de nuestra biblioteca.


Reproduzco aquí un poema que bien pudiera entenderse como una definición precisa de su trabajo:


Ser i obrar

Una paret blanca pot servir de carta.
La cara i els fets no són sempre el mateix.
Veig empremtes de peus estampades al sostre.
No hi ha res més mort que un amor quan mor.
Poc vull que la Paraula es quedi en paraules.
Tampoc no demano ajuda a cap dels qui llegeixen.
(Els llibres no poden substituir la vida,
però la vida no pot substituir els llibres.)
Les lletres s'escapen de les paraules
i viuen la seva pròpia vida.
Fugen els números del calendari.
Als límits del pensament, tot ho descobreixo
en els primers moviments de la gent que passa.
D'un cop de martell parteixo una roca
i de l'esquerda en surt
un vol de papallones.


[Ser y obrar

Una pared blanca puede servir de carta.
La cara y los hechos no son siempre lo mismo.
Veo huellas de pies estampadas en el techo.
Nada hay más muerto que un amor cuando muere.
No quiero que la Palabra se quede en palabras.
Tampoco pido ayuda a ninguno de los que leen.
(Los libros no pueden sustituir a la vida,
sin embargo la vida no puede sustituir a los libros.)
Las letras se escapan de las palabras
y viven su propia vida.
Huyen los números del calendario.
En los límites del pensamiento, todo lo descubro
en los primeros movimientos de la gente que pasa.
De un martillazo rompo una roca
y de la grieta sale
un vuelo de mariposas.

Traducción de Andrés Sánchez Robayna]

25 de diciembre de 2008

Lugares para leer V

Hay en el libro Las palabras de la vida, una deslumbrante evocación del novelista Luis Mateo Díez de su infancia y el inicio de su amor por la literatura, un capítulo que me gusta especialmente. Se titula Clima del corazón y en él rememora los momentos compartidos con su hermano Antón en el desván del Ayuntamiento del Valle de Lanciana, en León, donde descubrieron, entre muy heterogéneos objetos, unos cajones que contenían los libros requisados por las autoridades franquistas tras la Guerra Civil española, libros considerados peligrosos y dañinos para la juventud. De entre aquellos libros prohibidos, y que los hermanos hojeaban clandestinamente y con incontenido temblor, hubo uno que los marcó de un modo imborrable. Era Cuore, escrito por Edmondo De Amicis, que había sido una lectura habitual en las escuelas republicanas. De ese capítulo que tan delicadamente narra el descubrimiento de la lectura y las emociones ligadas a ella extraigo algunos párrafos:

"Yo observé que Antón subía al desván en cualquier momento, más allá de las horas habituales de nuestros juegos, y que no soltaba el dichoso libro.

Mi lectura era más lenta, aunque debo reconocer que más contundente en los resultados emocionales que provocaban mis lágrimas, pero eso no era de extrañar porque yo era dueño de las lágrimas más fáciles de mi pueblo: un niño llorón que había alcanzado con el llanto el prestigio de quien es capaz de batir todos los récords y lograr la coartada de sus caprichos.

Lo que pasa es que también Antón lloraba leyendo, como en seguida descubrí, aunque de modo más retardado y congruente, y en el llanto común de alguno de los cuentos mensuales del libro, tal vez con 'El tamborcillo sardo', con 'El pequeño escribiente florentino' o con 'Sangre Romañola', comenzamos a ser conscientes de la extraña intensidad de aquellas lágrimas compartidas, que algún pedagogo avispado podría achacar a una pena moral, entendiendo que los pobres niños, escondidos en el desván, lloraban transidos por la emoción de aquellos otros infantiles sacrificios en bien de la patria, el honor y la familia.

Lágrimas que por vez primera no venían de la vida, de la reprimenda, del castigo, del disgusto, del daño, del capricho inatendido, de la desgracia, sino que saltaban al filo de las palabras y los renglones, con menos dolor que placer, con más fascinación que preocupación.

De eso debía tratarse, de una pena moral derivada sin remedio de una pena literaria, y de eso era revelador el llanto de Antón, un niño alegre donde los hubiese, porque el mío, dada mi facilidad y propensión, podía justificarlo cualquier cosa, o el mismo contagio de su aflicción, no en vano algunas tardes, cuando no había otra cosa que hacer, me iba a llorar con un amigo al monte y mano a mano llorábamos hasta hartarnos.

A lo mejor en Corazón encontré sin darme cuenta y, por supuesto, sin ser consciente de ello, una justificación literaria a mi llanto, lo que sería el colmo de la ambición para alguien tan aficionado.

El caso es que Antón y yo llorábamos leyendo como dos almas en pena, lágrimas tristes repletas de orfandad, lágrimas que podían caer en los pupitres de la escuela Baretti, diluirse en los tinteros de los compañeros de Enrico que nos acompañaban: el calabrés Garrone, Garoffi, Nobis, Stardi, Franti, Precossi y, por supuesto, el mejor de todos, el más trabajador, el que ganaba todos los premios y todo lo sabía: Derossi.

Niños más bien lánguidos y preocupados a cuyo alrededor sucedían muchas desgracias, accidentes, defunciones, miserias, propensos a que la temperatura de la vida siempre estuviese marcada por el clima del corazón, ya que el corazón era la medida de todas las cosas."

22 de diciembre de 2008

Una niña esboza su porvenir

Después de un año rodando por el mundo, llega a este blog esta conmovedora fotografía. Y lo hace gracias a la colaboración de mi querida y admirada amiga Guadalupe Jover, a quien debo el descubrimiento. La fotografía, obra de Wasem Kheir Beik, fue reconocida como la mejor fotografía de prensa árabe del año 2007.

La imagen, captada en una calle de Damasco, muestra a una niña de 7 años parapetada tras su improvisado puesto de galletas y golosinas mientras realiza, absorta, sus tareas escolares. Es el ensimismamiento de la niña lo que me maravilla. Da la impresión de saber que, a pesar de las adversidades, con ese gesto, sumado a los muchos otros que le seguirán, está bosquejando el rumbo de su vida, para lo cual no hay un minuto que desperdiciar ni un espacio donde no sea posible desplegar la voluntad de conocer. La menudencia de su cuerpo y la
endeblez del tenderete otorgan a la escena un sentido de extrema incertidumbre.

De un modo bastante elemental, la Unión de Agencias de Noticias Árabes, promotora del premio, tituló la fotografía 'Educación y trabajo', describiendo algo que salta a la vista. El autor de la fotografía, con más perspicacia, la había titulado, 'Desafío'. Pienso, sin embargo, que esa imagen merecía otro rótulo, otro pie de foto. Si de mí dependiera yo la titularía 'Contra el destino', o tal vez 'Determinación', o también 'La fragilidad de la esperanza'. Porque, en efecto, el minúsculo acto de garabatear en un cuaderno posee una significación más ambiciosa: sin apenas darse cuenta esa niña puede estar quebrando el fatalismo, una herencia de generaciones, el sino de los pobres y los excluidos. Para el grupo social al que presumiblemente pertenece resulta siempre más laboriosa cualquier conquista cultural, se requiere a sus miembros una fortaleza fuera de lo común para alcanzar lo que otros consiguen apenas sin esfuerzo. Y eso es lo que esa imagen nos recuerda. Pero también nos indica lo vulnerable que puede ser todo, lo fácil que es imaginar un porvenir doméstico y sometido para esa niña y lo arduo que se presiente su camino hasta culminar sus sueños, que uno supone poblados de risas, libertades, viajes, libros, trabajos.

19 de diciembre de 2008

Tiempo de preguntas

No suele apreciarse la voluntad filosófica de los niños. La consideración más vulgar de la infancia tiende a considerarla como una etapa ingenua y ensimismada, cuyas mayores virtudes son la felicidad y la inocencia, que van perdiéndose conforme pasan los días y se dejan atrás los juegos, los compañeros, los asombros. La melancolía decepcionada de los adultos tiende a creer que en sus vidas hubo un pasado puro y despreocupado, perfecto, del que fueron expulsados injustamente. La infancia suele ser vista como un paraíso del que uno se aleja o es desterrado. Los deseos, sin embargo, suelen enmascarar o desvirtuar la memoria. Porque lo cierto es que la infancia es también una época de incertidumbres, miedos, desengaños y tristezas, que se soportan y se vencen como cada cual puede. Basta, eso sí, un momento de vehemente alegría para compensar las muchas decepciones que abruman a diario a los niños.

La infancia es asimismo una época de preguntas, tal vez el tiempo en el que son más intensas y más persistentes. Los porqués de los niños no son una expresión de simplicidad o empecinamiento, sino la muestra de una invencible curiosidad hacia el mundo y el comportamiento humano. Quieren saber qué es lo que hace que el universo sea como es y los artefactos funcionen como lo hacen, sienten verdaderos deseos de conocer el significado de las palabras y la razón de las normas y las conductas, porque todo para ellos es nuevo, apasionante. En sentido estricto, se comportan como genuinos filósofos y científicos. Únicamente la ceguera y la arrogancia de los adultos impiden entender la infancia como la época de la suprema curiosidad.

La literatura infantil y juvenil tiene en cuenta a veces esa realidad y afronta directamente, sin temor, algunas de las cuestiones que, desde hace siglos, son patrimonio de la filosofía. Quiero hacerme eco de dos libros que, cada cual a su manera, dan que pensar, es decir, ofrecen oportunidades para razonar y conversar. El primero, y pues hablamos de interrogaciones, es
La gran pregunta, escrito e ilustrado por Wolf Erlbruch.

Para Erlbruch, como para millones de personas, la pregunta capital es la que afecta a nuestra propia existencia, a nuestro papel en el mundo, al sentido de nuestra experiencia. ¿Qué respuesta dar a esa pregunta? Tantas quizá como personas. Pero son justamente las tentativas de respuesta las que otorgan significado a la vida. En el libro, cada personaje ofrece un argumento a ese niño que interroga, y es esa pluralidad de razones lo que afina y ensancha el pensamiento del lector. Las transparentes y sugestivas imágenes que lo ilustran no hacen más que acrecentar su valor.

Quienes piensen que los niños son incapaces de plantearse esa pregunta, y por supuesto de dar una respuesta, deberían pensar cuál es el significado de sus continuos porqués acerca del nacimiento, la muerte, la violencia o el día y la noche. No hay más que escucharlos seria y atentamente para darse cuenta de sus peculiares inquietudes, de sus profundos y emocionantes razonamientos. Un libro de reciente publicación (gracias Ricardo, gracias Pepa, por descubrírmelo) quiere diversificar las preguntas y enfrentar a los lectores con algunos de los contrarios filosóficos con los que los seres humanos vienen reflexionando desde hace milenios: razón y pasión, ser y apariencia, yo y el otro, cuerpo y mente, causa y efecto...


El libro, en cuyos textos (obra de Oscar Brenifier) resuenan las voces de los antiguos filósofos y cuyas expresivas imágenes (obra de Jacques Després) hacen contemporáneas las viejas indagaciones, bien podría servir como un manual para jóvenes filósofos. El conocimiento no es algo inerte ni es patrimonio de especialistas. Es necesario que salga al encuentro de los que aún no recelan de las cuestiones enigmáticas y peliagudas. La mera incitación a pensar es ya una cuestión filosófica y justifica con creces el compromiso de preguntar.

16 de diciembre de 2008

Celebración

El día 16 de diciembre es la fecha escogida para celebrar el Día de la Lectura en Andalucía. En tal día como hoy del año 1902 nació Rafael Alberti, y en tal día como hoy, pero de 1927, tuvo lugar la primera de las dos veladas celebradas en el Ateneo de Sevilla en homenaje a Luis de Góngora y en las que participaron muchos de los poetas que, posteriormente, fueron encuadrados en la generación literaria que recibió el nombre de aquel año y a partir de aquellos actos de reconocimiento al poeta cordobés.

Cada año, el Pacto Andaluz por el Libro encarga a una persona relacionada con el mundo de los libros la redacción de una alocución pública en defensa de la lectura. La de este año ha sido escrita por el novelista Eliacer Cansino. Habla del silencio que acompaña a todo libro y al que hay que acoger con delicadeza para poder penetrar en la frondosidad de sus palabras. Si quiere leerla puede pinchar aquí.

Y pues celebramos el aniversario de Rafael Alberti vamos a recordar un poema suyo.

A LA PINTURA

A ti, lino en el campo. A ti, extendida
superficie, a los ojos, en espera.
A ti, imaginación, helor u hoguera,
diseño fiel o llama desceñida.

A ti, línea impensada o concebida.
A ti, pincel heroico, roca o cera,
obediente al estilo o a la manera,
dócil a la medida o desmedida.

A ti, forma; color, sonoro empeño
porque la vida ya volumen hable,
sombra entre luz, luz entre sol, oscura.

A ti, fingida realidad del sueño.
A ti, materia plástica palpable.
A ti, mano, pintor de la Pintura.

13 de diciembre de 2008

Estampas de mi ciudad. Plazas y Jardines

Estos son algunos de los lugares por los que camino casi a diario, solo o acompañado de amigos.

Plaza de la Trinidad. Granada.

Jardines del Paseo del Salón. Granada

Plaza de Bibataubín y Plaza del Campillo. Granada.

Jardines del Generalife. Granada.

Plaza de Mariana Pineda. Terraza del Café Fútbol. Granada.

Carrera del Genil. Granada.

Plaza Bib-Rambla. Granada.

Plaza de la Romanilla. Granada.

Jardines del Triunfo. Granada.

11 de diciembre de 2008

Árboles y libros

En el primoroso Jardín Florido de la Fundación Lázaro Galdiano, en Madrid, sobrevivió hasta hace unos meses un haya roja que, en cierta medida, constituía el emblema de la institución. El haya enfermó y se secó. Las últimas hojas del centenario árbol brotaron en la primavera del pasado año. Ahora es tan sólo un árbol sin vida, enhiesto, decorativo. Tan lastimosa pérdida no podía ser desatendida y el Patronato de la Fundación decidió dar una respuesta artística a la muerte del árbol. Para ello decidió encargar a Miguel Ángel Blanco la realización de un homenaje. El resultado es la exposición Árbol caído que en estos lluviosos días otoñales puede verse con un placer teñido de melancolía.

Miguel Ángel Blanco es un creador singular. Hace casi un cuarto de siglo inició un ininterrumpido y unitario itinerario artístico cuyo nombre genérico es Biblioteca del Bosque.


Tan personal biblioteca responde a su deseo de dar cuenta de su relación física y poética con los árboles, a los que considera fuente de conocimiento y testimonio de sabiduría natural, y a los que ve permanentemente amenzados por la codicia o la indiferencia humanas. La biblioteca está compuesta actualmente por más de mil libros-caja, de distintos tamaños y distintos contenidos, cuyo alfabeto está constituido por elementos de los árboles legendarios, antiguos o caídos que Miguel Ángel Blanco ha ido conociendo a lo largo de su vida: cortezas, hojas, frutos, líquenes, resinas, ramas, astillas... Con ellos compone hermosas y delicadas piezas que deposita en una caja a la que incorpora hojas de papel hecho a mano sobre las que estampa imágenes -fotografías, grabados, pinturas, fotocopias, frotaciones...- que guardan una íntima y simbólica relación con el árbol de referencia.

Libro nº 1027
ÁRBOL INTERIOR SAQQARA
4.4.2007 - 102 x 102 x 28 mm
4 páginas de papel verjurado y papel vegetal con estampación fotográfica
Caja con tres astillas de una viga de madera que sobresalía desde el interior de la cara oeste de la pirámide escalonada de Saqqara, sobre algodón y arena de Egipto


Libro nº 965
PALO DE TRES COSTILLAS
15.7.2005 - 185 x 93 x 42 mm
4 páginas de papel de grabado con gofrados de acículas y grafito
Caja con palo de tres costillas (Serjania mexicana), Museo de Tepoztlán, exconvento de La Natividad, Morelos, sobre carborundo irisado, Cuenca


Libro nº 954
CÚPULAS SINFÓNICAS DE ENCINAS
4.4.2005 - 250 x 250 x33 mm
Caja con 216 cúpulas de encinas de La Ardosa, Valle de Alcudia, arena del crematorio de Mari Karnika a orilla del Ganges, Veranesi y tierra de Jaisalmen, desierto del Thar, India


Libro nº 916
PICÓN DE ENCINAS
26.5.2004 - 295 x 415 x 30 mm
4 páginas de papel verjurado y papel mexicano de pochote hecho a mano con quemaduras
Caja con picón (encina carbonizada) del Valle de Alcudia sobre parafina


Libro nº 776
RASCAFRÍA. ULMUS MINOR LUX
31.3.2000 - 420 x 640 x 60 mm
4 páginas de papel reciclado y papel de Nepal con frotaciones de cortezas de olmo
Caja con secciones del tronco de la olma de Rascafría, caída por el peso de la nieve, y cristal de roca sobre polvo de mármol



La impresión que uno recibe al ver esos libros-caja es la de estar ante objetos que interrogan y emplazan. Poseen la rara cualidad de modificar la mirada sobre el mundo. La naturaleza, y los árboles en particular, adquiere una nueva perspectiva, una distinta consideración. Al término de la visita, uno nota que comienza a observar los árboles con otra conciencia, con los ojos con que el artista los había contemplado previamente. Esa transferencia constituye el don más preciado del arte. Gracias a ello el espectador comienza a ver de otro modo, a leer la realidad con más sutileza, con más conocimiento.

Para el homenaje al haya roja del jardín de la Fundación Lázaro Galdiano, Miguel Ángel Blanco ha ideado, aparte de las intervenciones en el propio jardín y en los cristales de algunas ventanas, dos cajas-libro que representan la faz y el reverso, la apariencia y la interioridad, lo visible y lo invisible del árbol caído. De ese modo, el haya desaparecida se perpetúa en la memoria de los lectores.



No me resisto a reproducir las palabras de Miguel de Unamuno que cita Miguel Ángel Blanco en el catálogo de la exposición: "Hubo árboles antes de que hubiera libros, y acaso cuando acaben los libros continúen los árboles. Y tal vez llegue la humanidad a un grado de cultura tal que no necesite ya de libros, pero siempre necesitará de árboles, y entonces abonará los árboles con libros".

8 de diciembre de 2008

Poesía y lectura VI

Muchos lectores de poesía acuden a los libros a robar palabras, o, para ser más exactos, a pedir prestadas algunas palabras con las que manifestar lo que se siente cuando uno está, por ejemplo, enamorado. Los versos leídos hablan de cada lector aunque se refieran en realidad a un amor extraño, desigual y secreto. Ayudan a decir lo inefable, a dar nombre a lo que aún no lo tenía aunque lo reclamaba insistentemente. ¡Esto es lo que siento yo!, dicen los lectores incipientes cuando descubren en un poema las palabras precisas para su estado de ánimo. Y no sólo sirven de reflejo. Los versos ayudan también a construir sentimientos, a dar forma a las sensaciones difusas y a las irreconocibles conductas. En efecto, al mostrar sus emociones, los poetas las propagan o las descubren en otros.

El soneto de Rafael Juárez que reproduzco hoy recrea esa doble actitud ante la poesía: el reconocimiento y el estímulo. Uno ve en la escritura y en la vida de otros una sombra de la propia vida, pero a la vez se sirve de ellas para decir lo que no debía ser callado. Leyendo el soneto no será difícil encontrar algunas de las imágenes que nos definen. En el amor, todos nos reconocemos indecisos y atrevidos. La poesía se ocupa de ello y la lectura nos lo hace comprender de mil maneras. Leer es elegir a alguien para que nos acompañe unas horas o una vida, para que nos diga lo que no podíamos o no queríamos saber; escribir es ofrecerse como acompañante, acaso como amigo.
Al escribir, confirma Rafael Juárez, se perpetúa la compañía recibida mientras estuvieron abiertos los libros.


La compañía

Cobarde como Borges o entregado
como Lorca, todo hombre tiene dos
maneras de vivir enamorado:
yo he vivido escondido entre las dos.

Silencioso en la línea de Machado
y elocuente en la lengua de Neruda,
ni he dicho lo que pude ni he callado:
para cada pasión tuve una duda.

Garcilaso discreto y dolorido,
Bécquer directo, lúcido y ligero
como un dardo, áspero Blas de Otero,

ayudadme a decir lo que he querido:
escribir para dar mi compañía
y acompañarme de los que leía.

Rafael Juárez, Métrica y tristeza

3 de diciembre de 2008

Fragmentos de textos, fragmentos de vidas

Estábamos leyendo y debatiendo algunos textos del libro de Michèle Petit, Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, y una alumna reparó en la siguiente afirmación: "La lectura está hecha de fragmentos y algunos de ellos funcionan como haces de luz sobre una parte de nosotros, oscura hasta ese momento. Haces de luz que van a desencadenar todo un trabajo psíquico, a veces mucho después de haber leído aquellos fragmentos". Le parecía que la autora tenía razón, pues en la memoria de cada persona hay frases o palabras que, al cabo de los años, se recuerdan con excepcional nitidez, cuando tantas otras experiencias acaban olvidándose sin remedio. Los compañeros asentían.

Se me ocurrió entonces que era un buen momento para enlazar las investigaciones de una antropóloga francesa con sus propias vidas, así es que les pedí que sondearan en su memoria en busca de esas frases o afirmaciones que les habían marcado de algún modo, que les habían iluminado esa íntima zona "oscura" de la que hablaba Petit. Y entonces llegó la sorpresa. Para ellos y para mí.

En la siguiente clase fueron desgranando algunos de los fragmentos que les habían resultado reveladores e inolvidables, o inolvidables por reveladores. El primer asombro provenía de la disparidad de los textos, que iban desde aforismos y poemas a cartas de amigos o ensayos filosóficos, lo que no había impedido que la repercusión en sus conciencias hubiera sido de igual intensidad. Pero a la par que la diversidad textual destacaba el modo en que esos textos habían llegado a cada uno de ellos. Sus relatos confirmaban que las palabras que dejan huella no están exclusivamente en los libros o que, aun estando allí, viajan libremente por los caminos más imprevistos.

Un alumno citó una frase de Platón ("Fácilmente podemos perdonar a un niño que teme a la oscuridad, la verdadera tragedia es cuando los hombres temen a la luz") que había escuchado en la serie televisiva Mentes criminales, en la que se intercalan citas célebres al inicio y al final de cada episodio; una alumna citó algunos fragmentos de una novela de Almudena Grandes; otro alumno recordó un diálogo entre los protagonistas de la película El niño con el pijama de rayas; otra citó canciones de Joaquín Sabina y Fito Páez;
uno más habló del poema "Te quiero" de Luis Cernuda; alguno recordó unas frases de uno de los libros de Harry Potter; otra alumna citó una canción de Rosa León sobre un lobito bueno y un príncipe malo, sin saber que estaba recordando un poema de José Agustín Goytisolo; otra más rememoró un aforismo leído en un sobre con azúcar servido en una cafetería; varios aportaron diálogos o canciones de películas infantiles como Tarzán, La sirenita o La Bella y la Bestia; no faltaron las inevitables frases de Jorge Bucay y Paulo Coelho, como tampoco faltaron los máximas presentes en los calendarios, las ideas descubiertas en ensayos de psicología o pedagogía, las citas atrapadas al azar en foros o páginas de la Red, los comentarios de amigos o padres o maestros hechos de viva voz, las letras de canciones de rock, heavy-metal o rap, versos hallados en los libros de texto... En fin, una ancha constelación de textos, lecturas, ritmos, experiencias... que compartían, sin embargo, destinos semejantes e iguales significados.

Confirmábamos así que el lenguaje nos conforma y nos sostiene, que leer o escuchar son senderos que propician el descubrimiento y el encuentro. Y afirmaba mi ambición de dar a conocer a mis alumnos aquellos textos que, por su hondura y su brillantez, pudieran ser fuente clara de emoción y conocimiento. Y si bien las palabras que los cautivarán les seguirán llegando por las vías más dispares me parece necesario que se topen con los libros donde esas iluminaciones abundan:

"Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas puede ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor. Por eso la mayoría, preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes" (Carson McCullers, La balada del café triste)

"Morir por la 'verdad'. No iríamos a la hoguera por nuestras opiniones: no estamos tan seguros de ellas. - Pero, tal vez, sí para que se nos permitiese tenerlas y modificarlas" (Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano II)

"Si vas de prisa,
el tiempo volará ante ti, como una
mariposilla esquiva.

Si vas despacio,
el tiempo irá detrás de ti,
como un buey manso" (Juan Ramón Jiménez, Eternidades)

Los ejemplos serían inagotables.

30 de noviembre de 2008

Confieso que lo he leído... o no

Para ser consecuente, yo no debía haber leído el libro que voy a comentar. Debería haberlo hojeado, entresacado algunas frases y, acaso, haber consultado en la Red algún comentario sobre el autor o sobre el libro en cuestión. Quince o veinte minutos deberían haber sido suficientes para escribir esta entrada sin que nadie dudara de mi seriedad y mis conocimientos. Si me hubiera guiado la coherencia, me habría limitado a dar cuenta del libro sin molestarme en pasar de las dos primeras páginas o, en el más incongruente de los casos, podría haber leído por encima el epílogo, que siempre suministra datos relevantes para saber más o menos de qué trata el libro. Sí, eso es lo que debía haber hecho, si es que de verdad quería homenajear al autor, Pierre Bayard, o elogiar su decisión de escribir el libro.

Pero no he sido del todo honesto y, contradiciendo los postulados del libro, he cedido a la tentación de leerlo. En mi descargo, diré que no lo he leído enteramente, de pe a pa, como suele decirse. Me he saltado algunas páginas y otras las he leído a vuela pluma, lo cual no evita un cierto remordimiento. Hablo del libro con conocimiento de causa, es decir, habiéndolo leído.

El libro que comento es un magnífico manual de imposturas. Muestra y demuestra que es perfectamente posible hablar con autoridad de un libro sin haberlo abierto jamás, sin sentirse por ello azorado o irresponsable. De la clasificación que hace el autor de las maneras de no leer (aunque ello no impida hablar de un libro), la primera de ellas, hablar sin conocer el libro, me parece la más censurable (¿pero cabe hablar en estos casos en términos de moral?). Es, sin embargo, la más común, al menos en ciertos ámbitos académicos o culturales. Lo sé por experiencia. ¿Acaso no es lo que se fomenta en los estudiantes en general y en los universitarios en particular: hablar de libros que jamás han abierto ni tienen intención de abrir? Y eso sin hablar de los profesores, cuyo comportamiento no difiere demasiado del de sus alumnos. Para Bayard lo importante en esas circunstancias, que él no censura, no es la lectura concreta, sino tener "una visión de conjunto" del mundo de los libros, lo cual permite hablar de cualquiera de ellos en relación con los otros libros. ¿Acaso no solemos incurrir en eso de "... esta novela es algo menos ambiciosa que la anterior" o en aquello de "... hay un par de poemas en el libro realmente excepcionales" o en aquello otro de "... tiene algo de Proust o me recuerda el realismo mágico de Rulfo (autores a los que naturalmente no se ha leído)?". Esa capacidad del no-lector para hablar como un lector es una virtud a juicio de Bayard. Las otras tres maneras de no leer -hablar de libros que sólo se han hojeado, de los que se ha oído hablar o de aquellos que simplemente se han olvidado- resultan más disculpables.

Las recomendaciones finales sobre las conductas que conviene adoptar en semejantes situaciones son a su vez de una utilidad indudable. Según figuran en el índice éstas serían las siguientes: no tener vergüenza, imponer nuestras ideas, inventar los libros, hablar de uno mismo. Este último consejo, siguiendo la estela de Oscar Wilde, sería a fin de cuentas el modo de actuar más coherente, el más práctico si llegara el caso de verse uno en la necesidad de hablar de libros no leídos. De hecho, como sabrán de sobra, es el más practicado.

No sé si sería conveniente afirmar que he gozado leyendo el libro. En algunas de las escenas que describe me he reconocido sin tapujos y, como el niño que es cogido en una falta, he sonreído c0n malicia y un poco de vergüenza (a pesar de las advertencias de Bayard). Por ejemplo, cuando describe el rito de las conferencias públicas, en las que alguien que no ha leído determinados libros se presta a disertar sobre ellos ante unos asistentes que tampoco los han leído aunque fingen que sí lo han hecho. ¿No les resulta familiar la escena? Al menos lo es para mí, que frecuento esos actos. Las sonrisas no han impedido, sin embargo, la pesadumbre. ("¿Y por qué pesadumbre?", diría Bayard si leyera estas palabras. "Las cosas funcionan así y hay que aceptarlo sin culpa".)

En los capítulos que componen el libro, construidos todos a partir de muy interesantes fragmentos literarios, lo que aparece ante nuestros ojos es una descripción detallada de las prácticas culturales de los no-lectores y las no-lecturas, mucho más frecuentes de lo que estaríamos dispuestos a admitir. Y aunque Bayard se refiere básicamente al ámbito académico, sus análisis son perfectamente extensibles a cualquier entorno. ¿Acaso no sucede algo similar en la Red? ¿No sobreabundan los comentarios de libros que no se han leído? ¿No se hacen pasar simples anuncios de novedades editoriales por meditados comentarios críticos? En cualquier caso, el ensayo de Pierre Bayard no es una mera denuncia de ese hecho habitual y aceptado. Es también una oblicua y certera reflexión sobre la propia lectura, sobre el sentido social de las conversaciones sobre libros, sobre las opiniones de los no-lectores, con frecuencia más certeras y creativas que las de los auténticos lectores.

(¿Qué pensarían ustedes si les confesara que en realidad no me he leído el libro y que los comentarios que anteceden son una simple patraña, una demostración de la veracidad de las afirmaciones de Bayard? Lamentablemente, si desean comprobar si hablo como lector o como no-lector deberán leer el libro por sí mismos, lo cual va en contra de la tesis defendida en el propio libro. En fin, lo dejo en sus manos.)

26 de noviembre de 2008

Presente y memoria

Por más que leo biografías o testimonios personales de lectores raramente encuentro agradecimientos a los maestros o profesores por haberlos guiado con claridad y delicadeza, por haberles dispensado consejos u orientaciones. Si me dejara llevar por esos silencios tendría que pensar que en las aulas apenas se han producido momentos felices con los libros, apenas tienen lugar experiencias literarias inolvidables. Las lamentaciones y los reproches, por el contrario, son frecuentes. Es cierto que lo que fastidia o duele se conserva en la memoria con más fuerza y al cabo del tiempo puede evocarse para ajustar cuentas con el pasado. Y es cierto también que lo satisfactorio y pródigo se da por descontado, no merece atención o alabanza. Se recuerda la sequía, pero se olvidan las lluvias puntuales del otoño. Esa evidencia, sin embargo, no explica del todo la penuria de elogios. Es un vacío que debería hacernos pensar. ¿Por qué los desafectos son más frecuentes que las adhesiones? ¿Por qué son tan escasos los recuerdos felices y el reconocimiento a la labor mediadora de la escuela? ¿Deberíamos aceptar que el sistema escolar es incompatible con el gozo de la literatura y que el disfrute de la lectura y la escritura en las aulas será siempre una excepción?

Carlos Lomas ha coordinado un libro colectivo en el que esas cuestiones se abordan con sinceridad y algo de esperanza. En él, como ante un espejo, se confrontan los recuerdos escolares de algunos escritores y las reflexiones de algunos profesores sobre la función de la literatura en la escuela.


No es luminosa la memoria literaria de las aulas, como no es loable la presencia de la literatura en la escuela. La imagen aún dominante en la literatura es la de una escuela asfixiante, enemiga de la fantasía, discriminatoria. ¿Es así, realmente, o responde a la herrumbre que provoca el paso de los días? Es difícil de saber. Bien es verdad que los testimonios que podemos leer en este libro corresponden a quienes fueron niños en el apogeo o las postrimerías del franquismo, a quienes ya pueden escribir sobre su infancia como se contempla el curso del río desde lo alto de la montaña (me pregunto si entenderán esa sombría mirada los lectores que fueron a la escuela en otros países, en otros contextos históricos, en otras sociedades). Pero esa evidencia no impide pensar que quizá exista un cierto antagonismo entre la rigidez del sistema escolar y el albedrío que exige la lectura literaria. ¿Cuál será el testimonio futuro de los niños que cada mañana veo encaminarse a las aulas, soportando sus mochilas cargadas de libros, charlatanes unos y medio dormidos otros? ¿Recordarán la escuela con igual acritud, cuando echen la vista atrás, los jóvenes que nacieron o se educaron en la democracia? No puedo asegurar nada, pero quisiera pensar que los recuerdos serán más amables, menos hostiles.

¿Y la literatura? ¿Seguirá generando en los años venideros unos recuerdos tan mortecinos y adversos como ocurre ahora y ocurrió asimismo en el pasado? Sería lamentable que nada cambiara, pero lo cierto es que la literatura continúa compareciendo en las aulas menguada y sin brillo, desfigurada por temarios desproporcionados y metodologías obsoletas. ¿No hay remedio para ese desacierto? ¿Hay acaso una incompatibilidad radical entre las rutinas de las aulas y el goce de la literatura? ¿Estamos condenados a la queja y la insatisfacción permanentes? ¿Podrá evitarse en el futuro la desafección o la indiferencia? En este asunto voy sobrado de preguntas y pobre de respuestas. Y no es por pereza o falta de análisis. Se debe, simplemente, a la constatación de que por más que se señalen los defectos y se apunten soluciones todo resulta insignificante ante el prestigio de los viejos hábitos pedagógicos y la desmesura de los programas escolares. Y ello a pesar de las incongruencias, las antipatías, las insatisfacciones en torno a la enseñanza de la literatura. Naturalmente, ignoro qué escribirán en el futuro los alumnos de hoy, pero lo cierto es que en las aulas están ahora construyendo su memoria literaria.


¿Es posible entonces otra memoria, otra pedagogía literaria? La respuesta debe ser necesariamente afirmativa. Estamos obligados a ello. De las razones para la esperanza y de algunas cuestiones más se habla en este libro.

21 de noviembre de 2008

Noticias de Elisa

Hace unas semanas les hablé de Elisa, de sus aprendizajes, de sus progresos en la escuela, de su idilio con la lectura y la escritura. Sigue feliz y entusiasta. Parte de sus conquistas están determinadas sin embargo por prácticas que suceden fuera de las aulas. Es en su hogar donde, sin afán pedagógico, se le ha ido inculcando el amor por los libros, por las historias que atesoran, por las palabras que las voces familiares le descubren. Elisa participa, al igual que su hermano Peter, en un rito nocturno y cotidiano que le causa fascinación: escuchar la lectura de un cuento antes de dormirse. Ya forma parte de los actos previos al sueño, como cepillarse los dientes o ponerse el pijama. No es necesario recordar aquí lo consabido. Escuchar leer, ser parte de la experiencia de abrir un libro y compartir sus dones, dejarse llevar por la sonoridad de las palabras, abandonarse a las ensoñaciones que provocan... son formas primarias de amar la lectura y de apropiarse de la escritura. Son modos de conocer que resultan indistinguibles de los modos de vivir. Por eso seduce tanto a los niños esa relación temprana con el alfabeto, porque cifra los enigmas del mundo, pero también de sus sentimientos y sus deseos. Y ese descubrimiento los atrae y los alienta a dominarlo.

He aquí algunos de los libros favoritos de Elisa.

Uno de ellos es
Tú grande y yo pequeño, escrito e ilustrado por Grégoire Solotareff. A Elisa le complace mucho la relación entre el león y el elefante, las transformaciones que sufren ambos, las diferentes perspectivas en que los coloca el paso del tiempo. Uno es pequeño, pero puede ser grande; lo grande hoy, puede ser pequeño mañana.


Los cuentos contenidos en Historias de ratones de Arnold Lobel los ha escuchado numerosas veces, pero eso, lejos de cansarla, la estimula. Sigue queriendo que se lo lean. Ahora le gusta adelantarse a lo que va a llegar, completar las frases o los diálogos de los personajes, contar las historias a medias con su madre. Hace tiempo que se sabe el libro de memoria, pero en ello reside su placer.


Otro de sus libros preferidos es ¡Qué bonito es Panamá! de Janosh. La historia de amistad y cooperación que protagonizan el pequeño oso y el pequeño tigre es maravillosa, ciertamente. Los dos pequeños aventureros por tierras ignotas siguen poblando su imaginación.


En estos días, Elisa está entregada a las peripecias de un personaje inolvidable, Miguel, el niño travieso salido de la imaginación de Astrid Lindgren, creadora de otro personaje igualmente memorable, Pippa Mediaslargas. Sus aventuras la tienen seducida.

Sí, la aproximación a la lectura y la escritura comienza con la voz materna o paterna. Es el oído por donde penetran los primeros asombros, las primeras revelaciones. Y así parece entenderlo Elisa.

16 de noviembre de 2008

Una pregunta necesaria e incómoda

Invitado amablemente por su directora, Mar Campos, quise plantear y debatir públicamente en los Cursos de Otoño de la Universidad de Almería una pregunta que me acucia: ¿Leer nos hace mejores? No es para mí una cuestión insignificante y sé que no admite una respuesta breve o elemental, pero su formulación permite afrontar un asunto del que rara vez se habla abiertamente pese a estar en el centro de uno de los debates contemporáneos más apremiantes. Me refiero al empeño en que los ciudadanos en general, y los niños y los jóvenes en particular, lean. ¿Por qué esa obsesión? ¿Qué se persigue en realidad con tanta insistencia? ¿Por qué andamos todo el día lamentando lo poco que se lee? ¿Cuál es el objetivo social de esa práctica? ¿En qué piensan en realidad los profesores que amonestan a sus alumnos por su poco amor a los libros, los ministros y consejeros autonómicos que promueven campañas de fomento de la lectura y los publicistas que las diseñan, los periodistas que culpan a los poderes públicos de los paupérrimos índices de lectores, los pedagogos y expertos académicos que asisten a congresos y escriben libros sobre la materia, las instituciones públicas y privadas que redactan documentos y convocan seminarios para analizar el futuro de la lectura? No tengo una respuesta clara, pero a veces me da por pensar que muchos de los actores de los discursos vaporosos e inconsistentes que circulan sobre la lectura han reflexionado poco sobre las consecuencias de sus reivindicaciones.

Observo, sin embargo, que esa pregunta, ¿la lectura nos hace mejores?, provoca desconcierto y a menudo incomodidad, pues obliga a pensar en ella de un modo poco complaciente, comprometido. Es bueno leer, se afirma, y un eco universal reproduce el veredicto por todos los rincones del planeta. Pero la mayoría de las veces no se deriva de ahí ningún argumento, ninguna justificación. Observo que hay no poco pensamiento mágico en esa afirmación, pues se da a entender que por el mero hecho de abrir un libro ocurre "algo", un "algo" por lo general benéfico y definitivo. Parece como si se esperara un prodigio, como si el simple contacto con los libros provocara los efectos favorables que uno le supone al agua de los balnearios o al aire puro de las montañas. Todos sabemos, sin embargo, que no sucede así. Entonces, ¿qué queremos decir en realidad cuando afirmamos que es necesario leer?

Si la respuesta fuese meramente instrumental, es decir, si la pretensión básica fuese formar lectores competentes y autónomos, nada habría que comentar. Ese objetivo es primordial e incontestable. Leer ayuda a desarrollar las capacidades cognitivas elementales para comprender los complejos textos contemporáneos, de modo que eso no puede ser objeto de discusión. Estoy convencido, sin embargo, de que no es esa evidencia la que mueve la reclamación universal de lectura. Hay algo más, algo que late en el fondo de esa demanda y que no siempre se explicita.

Confieso que una feliz emoción me sacude siempre que veo por la calle a personas con ramos de flores en las manos, con violines o clarinetes, con libros. Pienso que son gestos pacíficos, civilizadores. Pero el placer de ver a gente porteando libros o instrumentos musicales no parece suficiente pretexto para defender la lectura o los conciertos sinfónicos. Si todo se limitara a la satisfacción de contemplar esos gestos amables no harían falta costosas campañas de promoción ni, por supuesto, estarían injustificadas las lamentaciones y las histerias por su escaso aprecio. Bastaría con alentar el transporte de objetos culturales, aunque ese esfuerzo estuviera desprovisto de un más profundo sentido. Y tampoco parece convincente la idea de que leer ayuda a pasar gratamente el tiempo, a entretenerse. Algo, por lo demás, obvio. En ese caso, igual valdría un iPod, un periódico o un cuaderno de crucigramas y sudokus, con lo que de paso nos ahorraríamos discursos catastrofistas, advertencias amenazantes, voluminosos estudios, mucho dinero.

Mi impresión es que, aun cuando no se diga abiertamente, incluso aunque haya personas que lo nieguen, la apología pública de la lectura esconde la idea de que leer puede mejorarnos de algún modo, puede hacer que las vidas individuales y las experiencias colectivas sean más gratas, menos bárbaras. Y si eso es así (¿para qué si no tanto desasosiego, tanto esfuerzo?), es necesario entonces pensar y hablar de otro modo del acto de leer. Es lo que trato de hacer cuando formulo esa pregunta a mis interlocutores, a sabiendas de que con ella puedo alterar las aguas calmas de la corrección política y de que corro el riesgo de ser confundido con los neutrales paladines de los "valores" (¿de qué valores se habla: la obediencia o la rebeldía, el patriotismo o el cosmopolitismo, la fidelidad tribal o los derechos humanos?) o con los beatíficos promotores de las lecturas piadosas y edificantes. No tengo mucho que ver con ese género de apologistas. Por lo que a mí respecta, la cuestión es bien sencilla: ¿puede contribuir la lectura a la conciencia ética de los lectores? O formulada de otro modo: ¿puede aportar algo la lectura a la reflexión moral de la sociedad? No es necesario que me recuerden que todo depende de los textos, de la manera de leer, de las intenciones de la lectura... Todo eso lo sé, lo cual no evita que, de entrada, afirme que la lectura puede hacernos mejores. El reto sigue siendo cómo lograrlo.

Se publica ahora en España un libro de un incisivo filósofo norteamericano, Stanley Cavell, que con anterioridad había escrito sobre el mismo asunto unas reflexiones bien interesantes (puede leerse al respecto su obra La búsqueda de la felicidad). El libro al que me refiero tiene un título muy próximo a nuestras preocupaciones, El cine, ¿puede hacernos mejores?, y, en efecto, para el profesor emérito de la Universidad de Harvard la pregunta no es gratuita ni simple. Se trata a su juicio de interrogarse seriamente sobre si el cine puede ayudar a la educación y la inteligencia de una cultura o, dicho de otro modo, a la comprensión que una cultura tiene de sí misma. Pues en ello estamos.

12 de noviembre de 2008

Hablar de libros

En el seminario que en torno a los grupos o clubes de lectura organiza en otoño y desde hace tres años la Fundación Francisco Ayala, y cuya coordinación comparto con la profesora Andrea Villarrubia, hemos hablado mucho sobre los comportamientos de los lectores y su inclinación a compartir con otros sus lecturas. Ese intercambio de pareceres es algo nuevo y antiguo a la vez. Antiguo en tanto que el deseo de conversar sobre los libros leídos es consubstancial al hecho mismo de leer y tiene antecedentes bien lejanos; nuevo porque la organización y extensión de los grupos de lectura es, al menos en España, una práctica aún adolescente.

Una de las cuestiones debatidas en esta ocasión fue el modo más apropiado de hablar sobre los libros. No es una cuestión intrascendente. Muchos lectores se sienten reacios a participar en un club de lectura porque consideran que serían incapaces de manifestar sus opiniones ante otros lectores, pues creen que no poseen el lenguaje adecuado para tal circunstancia. Resulta lamentable ese retraimiento. No es grato comprobar que personas que leen con asiduidad tengan la conciencia de que es necesario dominar un léxico especializado para hablar públicamente de sus lecturas. Cuando eso ocurre es preciso reconocer un cierto fracaso. Ello significaría que se ha asentado la idea de que únicamente el método académico de comentar un libro es el correcto, el deseable. Indicaría asimismo que se acepta sin resistencia el sinsentido de que quien escribe lo hace pensando preferentemente en los filólogos y los críticos literarios, dado que serían ellos lo únicos capacitados para valorar sus textos. El lector común sólo sería entonces un actor secundario, un convidado ignorante. Sé que esos prejuicios tienen hondas raíces y que resulta muy dificultoso extirparlos.

Si queremos sin embargo enaltecer la experiencia de leer debemos proclamar de manera inequívoca la capacidad de todos (y no sólo el derecho) para hablar confiadamente de sus lecturas. El lenguaje cotidiano también sirve para dar cuenta de una práctica cultural que, por encima de cualquier otra consideración, tiene como objetivo ir al encuentro de las palabras que alguien tramó para revelar un mundo íntimo, incomparable y a menudo confuso. Y las emociones o reflexiones o evocaciones que un lector tenga al leerlas pueden ser expresadas con el lenguaje del que se sirve en otros momentos para pedir el pan en la panadería, mostrar su indignación ante los atropellos de un alcalde, dialogar con los hijos o expresar su contento ante el trabajo bien hecho. Aceptar que términos como conmovedor, insoportable o devorar son tan expresivos como connotación, leitmotiv o textualidad es la primera condición para que nadie se sienta excluido de la complicidad de la lectura. Es justamente la conversación en torno a un libro lo que puede ensanchar las percepciones, ramificar los conocimientos, desvelar nuevos modos de nombrar los placeres.

La literatura a veces puede decir esto mismo con más sutileza y más encanto. Reproduzco un breve cuento de Mario Benedetti a este propósito. Pertenece a su libro Despistes y franquezas.


Lingüistas


Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria al Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
- ¡Qué sintagma!
- ¡Qué polisemia!
- ¡Qué significante!
- ¡Qué diacronía!
- ¡Qué exemplar ceterorum!
- ¡Qué Zungenspitze!
- ¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, mumuró casi en su oído: "Cosita linda."

7 de noviembre de 2008

Recordatorio

No estoy muy seguro de que quien debiera leer estas palabras de manera prioritaria pueda o vaya a hacerlo. Resulta abrumador aceptar que al destinatario natural de tu escritura le resulte casi imposible darse por enterado, recibir el mensaje. Y no me estoy refiriendo a alguien desaparecido, pero sí a alguien que progresivamente se aleja, se ausenta. Es ese lento, implacable distanciamiento el que nos derrota a todos. Me dirijo a alguien que fue un gran poeta, que es un permanente amigo.

¿Es? ¿Fue? Qué difícil es encontrar en estos momentos el exacto tiempo verbal. 'Es' porque aludo a alguien que vive, se alimenta, camina, duerme, está... 'Fue' porque en todo lo que habitó y lo modeló -la escritura, la docencia, las conversaciones, la escena...- hace algún tiempo que ya no está con la vivacidad que le corresponde. Somos testigos de un abandono que no depende de la voluntad personal, que no puede ser impedido por fármacos o palabras, que se va produciendo sin fragor ni tregua, despiadadamente, como una sucesión de pequeños cataclismos neuronales que van derrumbando poco a poco los recuerdos, los íntimos gestos, los antiguos aprendizajes elementales. Quedará su obra, se consuelan a veces los amigos, y es cierto que quienes quieran en el futuro historiar el encuentro del flamenco con otras músicas o la exaltación poética de los gitanos en España deberán mencionar sin remedio Camelamos naquerar o Penar Ocono, pero esa certidumbre no evita la tristeza.

Ayer, el departamento universitario al que pertenezco decidió proponer la candidatura de José Heredia Maya al Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca. Fue una demostración de reconocimiento, de recordatorio. La solicitud no será tenida en cuenta, eso ya lo sé, lo cual no rebaja su sentido moral, su valor de homenaje público.

Copio aquí un poema perteneciente al último libro publicado por José Heredia Maya, Experiencia y juicio, como acto de admiración, de renovación de afectos.


ADHERENCIAS

Te han dicho que te quieren con locura,
y ha sido un golpe bajo, la verdad.
No estabas preparado. La inocencia
en estas horas te sorprende. Luego,
cuando quizás sobre la tarde suba
la lluvia y la tristeza de nivel
puede ser que recuerdes cuando, libre
el tiempo, ibas subiendo hasta la cumbre
altiva del misterio y de la duda. La duda
con la fe se vierte en dogma,
pero el misterio permanece activo
y multiplica y repta y anda y muerde
los talones y cae sobre ti
sin fe. Gravitatorio aplasta y sigue.

Te han dicho que te quieren con ternura
y ha sido un golpe bajo, creo yo.
Es planta, la ternura, de otra era
geológica -ser fosilizado-
pero a veces respira, es la verdad.
La ternura sorprende cuando llega
-no, nadie la esperaba- su visita
es puntual y caprichosa. Nadie
es un adverbio intemporal de dudas
y la ternura sí. ¿No lo comprendes?
Afirman que te quieren y adjetivan,
revisas los tratados más remotos,
no se da ese recurso en la sintaxis
contigua y yuxtapuesta con la vida.

Te ha dicho que te quiere una mirada,
mensaje claramente comprensible.
El sabor de la música en los ojos
y el olfato te evitan adherencias
de adverbios -siempre- y adjetivos. Toda
gramática de culpa queda ausente
de unos ojos que miran y desean.

5 de noviembre de 2008

Pequeña memoria recobrada

Llega a mis manos un libro muy deseado. Se titula Pequeña memoria recobrada y es el fruto póstumo de la escritora Ana Pelegrín. Ya di noticia de su muerte en una entrada anterior, En recuerdo de Ana, y lamentaba allí que no hubiera alcanzado a ver tan espléndida obra.

El libro responde al empeño de Ana en hacer visible la obra de los escritores e ilustradores españoles de libros infantiles que, tras la Guerra Civil española, tuvieron que exiliarse y continuar su labor en los países que los acogieron. Como ha sido corriente en España, el trabajo de los trasterrados, de quienes se vieron forzados a cruzar fronteras perseguidos por el terror y la muerte, sigue sin reconocerse como merece y aún cuesta mucho esfuerzo incorporar sus nombres y sus obras al relato común de nuestra historia literaria y nuestros cánones artísticos. Esa injusticia, que continúa afectando a tantos hombres y mujeres de la diáspora, dolía a Ana Pelegrín de modo intenso y quiso repararla a su modo. Durante años fue rescatando aquí y allá los libros infantiles editados por ellos en Argentina, México, Cuba, Puerto Rico..., sobre los cuales se cernía la amenaza de la ignorancia y la desaparición. Algunos de esos volúmenes exiliados se reproducen ahora en el catálogo que acompaña al libro. La generosa colaboración que Ana Pelegrín recibió de María Victoria Sotomayor y Alberto Urdiales para culminar ese ambicioso proyecto merece el mayor de los reconocimientos.

Hay obras que adquieren sentido antes incluso de ver la luz. Este libro es uno de esos casos. El mero hecho de hacer memoria es uno de los más admirables actos de ciudadanía, pues 'hacer memoria' no es sólo evocar, sino construir y afianzar una equitativa narración pública. Y lo cierto es que cuando se habla de la historia de la literatura infantil española suele ignorarse a quienes escribieron y dibujaron en otras geografías, en otras atmósferas, aunque nunca olvidaron a qué tierra, a qué lenguas, a qué pasados pertenecían. Recordarlos es una obligación ética para quienes piensan que la memoria mutilada o desfigurada es una afrenta colectiva. Ésa fue, desde el comienzo, la voluntad de Ana Pelegrín.


La mayor virtud de los trabajos que componen el libro -el teatro infantil, las imágenes de los libros para niños, la labor cultural de las Misiones Pedagógicas, las obras de los escritores silenciados que quedaron en España tras la guerra...- reside en que contribuyen a capitular la siempre ofensiva historia de los exilios. Porque además de los desterrados hubo otra clase de exiliados: los que sin abandonar su tierra se vieron proscritos y silenciados, otra forma cruel de alejamiento. Ése fue, por ejemplo, el caso Hermenegildo Lanz, excelente profesor, grabador, pintor, escenógrafo, marionetista, fotógrafo..., del que he hablado en este libro con el mismo sentimiento de desagravio con que han escrito los demás colaboradores. Pienso que con este libro se reparan un poco más las viejas desgarraduras.

2 de noviembre de 2008

Gente que lee V

"Cualquiera que sea su forma -poema, novela, drama, biografía, ensayo-, la literatura vuelve comprensibles las miríadas de formas en las cuales los seres humanos hacen frente a las infinitas posibilidades que ofrece la vida. Y siempre buscamos algún contacto estrecho con una mente que expresa su sentido de la vida. Y también siempre, en mayor o menor grado, el autor ha escrito a partir de un esquema de valores, de un marco social o incluso, quizá, de un orden cósmico. [...] ¿Qué ocurre, entonces, en la lectura de una obra literaria? El lector, haciendo uso de su experiencia pasada con la vida y con el lenguaje, vincula los signos sobre la página con ciertas palabras, ciertos conceptos, ciertas experiencias sensoriales, ciertas imágenes de cosas, personas, acciones, escenas. Los significados especiales y, sobre todo, las asociaciones ocultas que estas palabras e imágenes tienen para el lector individual determinarán, en gran medida, lo que la obra le comunica a él. El lector aporta a la obra rasgos de personalidad, recuerdos de acontecimientos pasados, necesidades y preocupaciones actuales, un estado de ánimo específico del momento y una condición física particular. Éstos y muchos otros elementos, en una combinación que jamás podrá repetirse, determinan su fusión con la peculiar contribución del texto".


Louise M. Rosenblatt, La literatura como exploración

30 de octubre de 2008

Lo que dicen las cosas (conclusión)

Las cosas, en efecto, constituyen una de las puertas más anchas y franqueables de ingreso en la literatura. Es seguro que cada lector guarda en su memoria cuentos, poemas o fragmentos de novelas en los que las cosas poseen un protagonismo relevante. Bastaría con escoger alguno de esos textos y presentarlos a continuación de los relatos de los participantes (en mi caso, los alumnos) para hacerles comprender la contigüidad que existe entre sus vidas y el vasto territorio de la imaginación literaria. Yo me sirvo de algunos de ellos.

Hace casi una década, el escritor Paul Auster participó en un proyecto admirable de la Radio Pública Nacional estadounidense. En lo que posteriormente se llamó Proyecto Nacional de Relatos, Auster se encargó de coordinar las respuestas que los oyentes de todo el país dieron a una proposición de la emisora de radio: enviar relatos verídicos y breves sobre sus vidas. Es decir, escribir y hacer públicas historias reales que bien pudieran ser una ficción. Cada mes, Auster se encargaría de leer en el programa
Weekend All Things Considered algunas de las historias enviadas. En palabras del escritor "todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia. Necesitamos palabras para expresar lo que hay dentro de nosotros". Los oyentes no desaprovecharon la oportunidad que se les brindaba y los relatos comenzaron a llegar de modo masivo e inmediato.

Las historias eran realmente conmovedoras y deslumbrantes, pero a la vez efímeras, pues sólo florecían en el breve lapso de su lectura a través de los micrófonos. Para remediar esa desventaja, Auster, finalizada la experiencia radiofónica, decidió prolongar su existencia a través de un libro.
Seleccionó 179 de las cuatro mil historias que llegaron a la emisora y las publicó con el título Creía que mi padre era Dios, llevando hasta la portada el título de uno de los relatos incluidos en él. Recomiendo fervientemente su lectura. La desgastada afirmación de que leer ayuda a entender y apreciar a los seres humanos adquiere pleno sentido en las páginas de ese libro.

Pues bien, una de las secciones del libro se denomina, precisamente, Objetos, y como indica su nombre recoge algunas historias en las que las cosas desempeñan un papel preponderante: una antigua vajilla de porcelana extraviada en una mudanza y encontrada azarosamente en un mercadillo muchos años después; el reloj que un soldado lleva pertinazmente consigo durante la guerra y el cautiverio posterior como un signo de supervivencia y de recuerdo de su madre que se lo regaló; la fotografía que descubre repentinamente la inquilina de una casa de alquiler y que representa a los antiguos moradores, uno de cuyos miembros está en ese momento y por casualidad en la casa de enfrente participando en una boda; la cadena con una estrella de David perdida en el mar y descubierta diez años más tarde en el escaparate de una joyería... La vida de la gente ofrece en esos relatos su rostro más enigmático, más inaprensible, más asombroso. Mis alumnos escuchan esas historias con la sensación de que sus nombres habrían podido figurar sin dificultad en el índice de ese libro. Les invito entonces a escribir sus relatos pensando en esa posibilidad.

Tal vez no fuera necesario ir más lejos. Que la vida y la literatura son consanguíneas queda irrebatiblemente demostrado. Pero, ya adentrados en ese territorio, ¿por qué no seguir aventurándose en él? Entonces, una oda de Pablo Neruda (a los calcetines o al diccionario, por ejemplo) o un relato de José Jiménez Lozano (sobre las gafas de leer de la abuela o el viejo espejo de la casa), un poema de José Antonio Muñoz Rojas (al paraguas o las llaves perdidas) o un fragmento de alguna obra de Georges Perec (Las cosas o La vida instrucciones de uso, por ejemplo, en las que tan manifiesta es la meticulosidad del autor por describir los objetos que forman parte de la vida cotidiana), pueden conducir al corazón mismo de los ensueños poéticos de la humanidad.

Lo que comenzó como un simple y tímido relato de la propia vida a través de un anillo, un peluche o un pañuelo acaba siendo un hermanamiento feliz con la literatura, que aparece así próxima a sus experiencias, deseable y emocionante. Ése era el objetivo.

Esto es todo cuanto quería contarles sobre el lenguaje de las cosas.

28 de octubre de 2008

Lo que dicen las cosas (continuación)

En efecto, la alumna abre su mochila y extrae de ella... un enorme muñeco de peluche.

Pudiera esperarse, dado el carácter público del acto y el ámbito académico en que se desarrolla, que hubiera extraído algún objeto más aristocrático, más deslumbrante: un libro antiguo o una vieja entrada al Museo del Louvre, por ejemplo. Pero no. Ella ha cumplido estrictamente la consigna: "Traed a clase un objeto significativo en vuestras vidas, al que os sintáis unidos de un modo intenso". Y ese peluche cumple fielmente los requisitos. Las sonrisas iniciales de sus compañeros van transformándose en sorpresa y felicidad a medida que la dueña va desgranando la historia del muñeco, cuenta las circunstancias en que llegó a sus manos, describe los lugares en los que ha estado depositado, muestra las marcas que el paso del tiempo ha dejado en su piel. Por lo general, todos quedan conmovidos. Descubren cuánta memoria puede atesorar un simple objeto.

Y entonces comienza la celebración. Ya nada los para. Uno muestra un anillo que le regaló su abuelo poco antes de morir a modo de despedida, otra muestra una fotografía de sus amigas tomada unos días antes de separarse de ellas para ir a estudiar a otra ciudad, otra se coloca la nariz de payaso que siempre lleva consigo para darse ánimos cuando está decaída, otro enseña la pinza cauterizante del cordón umbilical de su primer hijo, otra muestra el diario que escriben a cinco manos ella y cuatro compañeras, otra exhibe la carta que le escribió su primer amor adolescente, otro muestra el llavero que perteneció a su padre ya fallecido, otra muestra el libro que su madre le leía antes de acostarse cuando era niña, otro despliega la kufiyya palestina que le regaló un íntimo amigo, otra ondea el delantal que le regaló una tía como signo de inicio de una nueva vida independiente, otra muestra el reloj que le regaló su hermano a modo de reconciliación, otro enseña una caracola que recogió en un inolvidable viaje al mar, otra habla del frasco de pastillas del que no se separa jamás pues de él depende su vida en caso de una crisis de su enfermedad, otro muestra la primera pluma que le regalaron en un cumpleaños y con la que aún sigue escribiendo, otra muestra la primera máquina de fotografías que llegó a sus manos, otra toca el acordeón que la acompaña esté donde esté...

La vida se despliega ante ellos con toda su plenitud y belleza.

Este breve muestrario de historias basta para hacer ver que al término de esa ceremonia, y una vez han hablado en voz alta de sus objetos, los alumnos comprenden que todos poseen historias dignas de contarse y que esas historias están depositadas en las cosas que los rodean, los acompañan y conforman sus vidas. Por el atento silencio con que han escuchado las narraciones de sus compañeros percibo que se han dado cuenta de que las "cosas lo dicen todo", que los objetos mostrados son portadores de melancolías, tristezas, felicidades, amores, esperanzas, dudas..., que todos ansían saber más e ir más lejos, que gracias a esos minúsculos objetos compartidos han descubierto la cara oculta y más auténtica de sus compañeros.

Durante ese tiempo se han reído, algunos han lagrimeado, se han mirado de otro modo, todos se han sentido contentos, curiosos y cómplices. Y por lo que luego dicen sé que han entendido que sus muñecos, pulseras, monedas, gafas, espejos, zapatillas, cascabeles... dan testimonio de una pertenencia, homenajean a seres amados, sostienen la memoria, afirman identidades, vinculan a lugares. Ese simple descubrimiento es el don que se ofrecen mutuamente.

Pero, ¿y la literatura? ¿En qué momento se hace presente? ¿Cómo se engarzan esas emociones y esos relatos con los poemas y las novelas? ¿Cómo hacerles migrar desde sus mundos interiores hacia las anchas regiones de la imaginación poética? Sé que los discretos lectores de este blog ya habrán trazado por sí mismos las rutas que emplearían para conducirlos a los textos. En su mente habrán comenzado a pergeñar sus propios procedimientos para enaltecer la literatura. Podría, por tanto, no continuar la narración y dejar a cada cual con sus ensoñaciones. Sin embargo, me parecería descortés dejar inconclusa esa experiencia, de modo que la culminaré mostrando lo que yo hago.

Pero, dada la extensión de esta entrada, y a fin de no cansar a los ocupados lectores (ya me gustaría creer que todos merecen el calificativo que Miguel de Cervantes dedicó a los suyos en el prólogo al Quijote), dejo para el próximo día la terminación del relato.