18 de enero de 2010

Memoria y reivindicación

Hace unos meses hablé aquí de un amigo, un poeta, José Heredia Maya. Lo hice con motivo de un hecho circunstancial, la candidatura al Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, pero en realidad era un acto personal de reconocimiento. Ya insinué entonces que una enfermedad degenerativa lo estaba consumiendo y estaba perdiendo progresivamente sus capacidades intelectuales y físicas. El domingo fue incinerado.

Si hoy reproduzco otro de sus poemas no es únicamente como un homenaje póstumo sino como una pública reivindicación de su nombre, como una denuncia de la facilidad con que se quiebra una reputación lograda con tanto esfuerzo si uno lleva los apellidos que lleva y la sociedad actúa con los prejuicios de los que hace gala habitualmente. Lo haré como un comentario al texto, una aportación a la mejor comprensión de los significados ocultos en los poemas.


CLEMENCIA

En el nombre del padre, que hace tiempo
es bisabuelo y cuida de los niños
mejor que las hermanas, en el nombre
del padre bisabuelo y sus hermanos
lentos, reumáticos, ancianos lúcidos,
ya sabes, en el nombre de tu padre
y de su abuelo, todos juntos, llaman
al recuerdo -la abuela y sus sobrinas
vigilan; mientras hilan disimulan-
convocan al espíritu, al oráculo
recurren y consultan, porque puede
con los suyos cebarse el infortunio.

(Homero que era ciego percibía
el infortunio y lo cantaba en lengua
heroica más que clásica. Su verbo
tiene tonos de música divina
con que salvar los siglos que vendrán,
seguramente...)


Y el padre que lo sabe se previene,
pregunta por las calles y pregunta
también por las esquinas, por los muertos
de ese día, pregunta por el hombre
vestido de paisano que dirige
el tráfico en Europa.
Todos dicen:
"Total, en otras épocas hubieras
subido al potro del Oficio Santo.
¡No sé de qué te quejas!"
Incomprensible para el padre
ese matiz tan temporal y estricto
de la respuesta, sigue arrodillado
y fervoroso ante el altar, pidiendo.


El poema es el lamento de un inocente. Cuando José Heredia lo escribe ha pasado algún tiempo desde que fuera acusado, encarcelado y condenado de un modo absolutamente arbitrario por un delito que no había cometido. Es preciso recordar la historia.

Una madrugada suena el teléfono en su hogar. Quien llama es un vecino y amigo, un conocido coleccionista de arte y antigüedades. Con voz alterada le dice que hay en la puerta de su casa un par de chorizos, ladrones conocidos en el barrio, tratando de venderle el producto de un robo que acaban de realizar. Habían acudido a él pensando que las obras de arte sustraídas de un cercano edificio municipal quizá pudieran interesarle. El amigo y vecino se da cuenta del enorme valor artístico de las obras robadas y trata de convencerlos de que las dejen allí y se eviten problemas. Los ladrones no aceptan si no es a cambio de algún dinero. En caso contrario se largarían a venderlas a otro sitio. Es de madrugada y es preciso tomar una decisión rápida. Pero el
vecino amigo de José Heredia no tiene el dinero que finalmente están dispuestos a aceptar los ladrones, de modo que se le ocurre llamarlo en mitad de la noche para contarle la situación y preguntarle si dispone de alguna cantidad de dinero para tratar de solucionar tan complicado asunto. No lo tiene, claro. El tiempo apremia, los chorizos se impacientan y las obras de arte pueden esfumarse.

Convencido por su vecino de la necesidad de evitar que desaparezcan las obras, medio adormilado y movido por el deseo de salvar el patrimonio artístico de la ciudad de Granada, José Heredia se viste, sale de su casa y en el cajero más cercano a su domicilio extrae la cantidad que falta para pagar a los chorizos y la entrega al vecino solicitante. Los chorizos se largan dejando allí las obras robadas. Con la seguridad de haber actuado en beneficio de su ciudad y la confianza de que aquel dinero adelantado le sería devuelto por el municipio, regresa a su casa tras un breve e inevitable comentario con su vecino sobre tan sorprendente suceso.

Al día siguiente, el vecino llama temprano a la policía para informar de lo sucedido. Unos policías se presentan en su casa, toman nota de los detalles, avisan al ayuntamiento del robo y agradecen al vecino su actuación. Se marchan.

Todo habría quedado en una anécdota, en un suceso chusco, incluso chistoso, si las cosas hubieran transcurrido por los cauces de la normalidad y de la sensatez. Pero no fue así. Las cosas se torcieron. Una vez confirmada por los responsables del ayuntamiento la integridad de lo robado y retornadas las piezas a su lugar primigenio comienza uno de esos episodios oscuros y demoledores que tan a menudo se abaten sobre las personas y las destruye y que la literatura tan bien ha retratado. Si hubiéramos de usar un término literario para calificar lo que se avecinaba nada mejor que recordar la novela El proceso y catalogar como kafkiano lo que ocurrió a continuación.

Dije que es muy fácil destruir en un instante una reputación lograda esforzadamente a lo largo de una vida si se alían en su contra el ansia desmesurada de notoriedad de un juez, el afán sensacionalista de los periodistas, los prejuicios raciales, la voracidad social de escándalos y espectáculos, la burocracia temible de los tribunales de justicia. Y así ocurrió. Piensen, para entender mejor el drama, que estamos hablando de un gitano, el primero que había logrado ser profesor de universidad, que había escrito libros de poemas que en su día sorprendieron por su temática y su originalidad, que había estrenado obras de teatro que habían abierto inéditas posibilidades expresivas al flamenco y cuya estela todavía es perceptible, que había sido un adelantado en la fusión entre el flamenco y la música árabe... En fin, una persona cuyo prestigio social era bien notorio y aceptado. Pero, ay, ésa fue también su traba. Ése fue el origen de un infortunio del que, creo no equivocarme, no se repuso jamás.

(Pero permítanme, para no hacer muy fatigosa la lectura, que interrumpa aquí el relato y lo finalice mañana a fin de que la entrada no sea en exceso larga. Disculpen)

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Este poema y el que publicaste en 2008 me resultan de una sensibilidad preciosa, me parece que nos has abierto una puerta para que entremos a conocer a José Heredia Maya, yo, desde luego, así espero hacerlo.
Me uno a tu reivindicación, Juan, ¿cuál es el arma que podemos esgrimir frente a la injusticia? Me derrota pensar que el ser humano es el único responsable del sufrimiento del ser humano. ¿Será capaz la literatura de cambiar el rumbo de esta comunidad llamada contradictoriamente "Humanidad"?
Mucho ánimo en estos momentos en los que la esperanza puede escasear, y, como siempre, gracias.

Sally dijo...

En la vida, como en la guerra, muchas veces son los propios vecinos los que venden a los suyos. Es la esencia humana más humana porque no se trata de supervivencia sino de envidia. Afortunadamente, siempre existen otros vecinos, conocidos o amigos que se encargan de dejar las cosas en su sitio y de devolver a los demás el mérito que les pertenece. Aunque sea póstumo, él estaría muy agradecido. Yo no tenía el gusto de conocerlo, pero me apunto el nombre.

lammermoor dijo...

Creo en lo que dice el dicho popular "el que la hace, la paga"o en este otro "El tiempo pone a cada uno en su sitio". Ya se que en estos tiempos parece todo lo contrario pero estoy convencida de que es así.
Con esta entrada y su continuación estás contribuyendo a ello. Te agradezco además que lo compartas con nosotros.

discreto lector dijo...

Creo, Anónimo lector/lectora, Sally, Lammermoor, que uno de los deberes de la amistad es proteger de las arbitrariedades y las injusticias a quienes han compartido con nosotros una parte de sus vidas. No soy partidario de la defensa ciega de los amigos hagan lo que hagan. Me parece otra forma de arbitrariedad e injusticia. Lo que la amistad puede aportar es un conocimiento más íntimo y más intenso y acaso más verdadero cuando de lo que se trata es de reparar la reputación dañada de un amigo. Éste era el caso. Y si de paso se contribuye, como era mi intención, a ensalzar la labor poética y artística de alguien que lo merece, la amistad alcanza su máxima virtud. Creo que es lo que se espera de quienes deciden voluntariamente confiar y confiarse uno en otro.

Antonio Franco dijo...

Hoy he sabido por un amigo común de tu artículo sobre peper heredia. A pepe lo recuerdo con cariño cuando me dio clase en la "Normal" de una optativa que el daba, recuerdo que le hice un tabajo sobre Goytisolo. al final comentamos la obra del escritor y pepe me dejó una huella que hasta entonces no me había dejado ningún profesor de los que tuve de lengua y literarura. Después por la prensa me enteré de lo que comentas que le había ocurrido. A bote pronto se me ocurre pensar que a nadie lo necesite ni la policía, ni los jueces, ni... para justificar algo
Un Saludo,
Antonio Franco

discreto lector dijo...

Antonio, ese recuerdo atesorado de José Heredia como profesor es el mejor recurso contra el olvido y la arbitrariedad. Te agradezco mucho que lo hagas público en este blog. No sólo es merecido, sino necesario. Un saludo.